[...] Preguntarse por el futuro del libro es también, y sobre todo, preguntarse qué pasará con el ecosistema del libro. Con las librerías y las bibliotecas. En especial con las redes de bibliotecas públicas. Sin librerías y bibliotecas, no existe la ciudad. En psicogeografía, hay el lugar y el no lugar. El lugar es una unidad de emoción y memoria. Podríamos ser más precisos y hablar del tercer lugar. El lugar donde a la memoria y la emoción se suma el encuentro. Hoy es difícil señalar un lugar donde se dé mayor diversidad, mayor mezcla entre gente de diferentes generaciones, clases sociales, géneros, orígenes, ideologías, creencias o estéticas que en una biblioteca pública. Se habla mucho de los bajos índices de lectura en España, pero se habla poco de la gran revolución vivida en muchas ciudades, grandes y pequeñas, al crear, y con bajo coste, redes de bibliotecas públicas. No hay ninguna entidad, ni siquiera deportiva, que en proporción tenga tantos asociados como las bibliotecas públicas.
Algunas instituciones, por desgracia, ya han recortado los gastos en el suministro de libros a las bibliotecas. Esto sí que es fundir los plomos de la “civilización”.
Cuando el urbanismo humanista, avanzado, imaginó la ciudad como una ciudad-jardín, tenía la forma de círculos concéntricos, en los que cada círculo era un anillo verde. En el centro estaban los servicios públicos. Y desde luego, como una célula madre, la biblioteca. En la ciudad pluricéntrica, la biblioteca (concebida ya como un taller plural de artes) debería ocupar los lugares de referencia, la primera marca en las coordenadas humanas de la ciudad. El lugar sentipensante, de resistencia y re-existencia.
En ese sentido ecológico, el lugar de lo necesario coincide con el deseo. Un espacio donde una ley no establecida dice: no dominar. El lugar erótico, donde puedan encontrarse Anna Karenina y uno que dice ser Ulises, mientras Falstaff murmura: “Nadie sabe lo que puede pasar si viene junio un poco caliente”.
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Artículo de Manuel Rivas